Algunas personas piensan que de las cosas malas y tristes es mejor olvidarse. Otras personas creemos que recordar es bueno; que hay cosas malas y tristes que, si no las recordamos van a volver a suceder; es precisamente por eso por lo que nos acordamos de ellas, porque no las echamos fuera de nuestra memoria.
Es el caso de la historia que vamos a contar aquí, algo que pasó en nuestro país hace ya cuarenta y ocho años, cuando todos éramos más jóvenes y muchos de los que están leyendo estas páginas ni siquiera habían nacido.
No es una historia fácil de contar porque algunos de nosotros mismos fuimos protagonistas, porque lo que pasó nos pasó a nosotros y no a otras personas, porque son cosas que vimos con nuestros ojos, que vivimos en nuestro cuerpo.
El 24 de marzo de 1976 hubo un golpe de Estado. Un golpe de Estado es eso: una trompada a la democracia. Un grupo de personas, que tienen el poder de las armas, ocupan por la fuerza el gobierno de un país.
Toman presos a todos: al Presidente, a los diputados, a los senadores, a los gobernadores, a los representantes que el pueblo había elegido con su voto, y ocupan su lugar. Se convierten en dictadores. (…) Se sienten poderosos y gobiernan sin rendirle cuenta a nadie. (…) Como militares que eran lo militarizaron todo e hicieron que los civiles nos sintiéramos reclutas. El país entero se convirtió en un gran cuartel, y en los cuarteles, ya se sabe, hay mucho grito y poca oreja: órdenes, consignas, y la sociedad, calladita, obediente, y sin poder hacerse oír. Más que gobernar mandaban, decretaban, vigilaban, censuraban, acallaban, recortaban, uniformaban todo.
El golpe y los chicos, por Graciela Montes (fragmento).